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CONSIDERACIONES SOBRE EL PROYECTO DE LEY DE EUTANASIA Y SUICIDIO MÉDICAMENTE ASISTIDO - URUGUAY (I)

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    diegovelascosuarez
  • 22 jul 2020
  • 71 Min. de lectura

Montevideo, 22 de julio de 2020


Se presenta este análisis que pretende ser un aporte al debate sobre el proyecto de ley presentado en el Parlamento en marzo de 2020 por el Dr. Ope Pasquet.



Diego Velasco Suárez




A continuación, una tabla de contenido para facilitar la lectura de un documento que terminó siendo mucho más extenso de lo pretendido inicialmente (esta primera parte comprende los apartados 1 a 4).

También con la misma finalidad, se agregan resúmenes conclusivos al final de cada capítulo.



Tabla de contenido:












El proyecto de ley de eutanasia y suicidio médicamente asistido, presentado por el Diputado Ope Pasquet, introduce un cambio muy relevante en la ley penal, al establecer la exención de responsabilidad al médico que da muerte o ayuda a dar muerte a enfermos terminales o a quienes son afligidos por sufrimientos insoportables, siempre que lo soliciten expresamente, sean personas mayores psíquicamente aptos y cumplan con un procedimiento (tres entrevistas con el médico al que solicita la intervención, y una con otro médico que dará una segunda opinión, un plazo de reflexión y ratificación ante dos testigos) tendiente a corroborar la libertad de su decisión y que se encuentren en la situación prevista.



Conviene comenzar aclarando los términos de la cuestión planteada con este proyecto.


Nadie (ni los que están a favor de la eutanasia ni los que están en contra) consideran que sea lícito alargar la vida de una persona artificialmente, cuando no hay esperanzas de curación.

La vida a la que tenemos derechos es una vida limitada en su duración. Nuestra naturaleza nos da (como derecho) una vida que naturalmente finalizará, y sería igualmente contrario a esa naturaleza (a la dignidad de la persona humana) querer prolongar la vida más allá de lo que sea razonable, según el estado de las ciencias médicas, para curar. Cuando no se puede curar, se debe acompañar y aliviar, no prolongar innecesariamente el sufrimiento.

Como señala Gonzalo Herranz (op. cit., p. 6)

Nadie duda hoy de que la obstinación terapéutica constituye un error, médico y ético, muy difícil de justificar. Todos comparten la idea de que aplicar tratamientos deliberadamente inútiles cuando ya no hay esperanza razonable de recuperación, en particular cuando provocan dolor y aislamiento, quebranta la dignidad del moribundo.


Los progresos de la medicina paliativa han provocado el ocaso de la noción de eutanasia como liberación del dolor insoportable” (Herranz, p. 8).

No hay casos en los que la única forma de aliviar el dolor sea quitar la vida. En primer lugar, porque no se alivia. En efecto: no se quita el dolor, se quita a la persona que sufre; por lo tanto, el resultado no es una persona aliviada, es la extinción de la persona (si no fuera porque tiene un alma espiritual, indestructible, que es precisamente lo que determina que sigue siendo dueña de su ser, de su vida -ya no biológica, sólo espiritual-, y que, por tanto, se esté agraviando a esa persona en su dignidad). En segundo lugar, porque, con el progreso de la medicina paliativa, siempre es posible aliviar el dolor, incluso cuando, para ello, se deba llegar al extremo de que la persona pierda la conciencia.


Se plantea si es acorde con la dignidad de la persona aliviarle el dolor aunque ello suponga la posibilidad de que, por recibir esos analgésicos, termine viviendo menos tiempo.

Aunque, con el actual desarrollo de la medicina paliativa, es discutible que sea necesaria esa situación (los opiáceos, aun cuando saquen del estado de conciencia, facilitan una mejor respiración por la reducción del dolor, y por tanto no acortan la vida), si se diera esa necesidad, no implicaría que se esté matando, sino aliviando, lo cual es lícito y hasta exigible.

Aliviar y matar son dos acciones muy diferentes: objetivamente (en cuanto al tipo de acción, dosis, etc.) y subjetivamente (cuál es el efecto bueno que directamente se pretende lograr -aliviar- y cuál es el efecto malo que se trata de evitar -la muerte-).

El efecto malo no puede ser, cronológicamente, el primero, y el efecto bueno no puede ser consecuencia de la producción de aquél. Es más, en este caso, es imposible que se logre el efecto bueno como consecuencia del malo, salvo que se deforme mucho el sentido del lenguaje y de la realidad: no alivio a alguien cuando lo mato, porque esa persona no sigue viviendo aliviada (condición necesaria para estar aliviado es estar vivo).


Como ejemplo vivo de lo que se acaba de exponer, corresponde ver el caso Fernando Sureda.

El proyecto de ley señala en su exposición de motivos que responde al pedido hecho por Fernando Sureda, en junio de 2019, cuando declaró que tenía una esclerosis lateral amiotrófica y que quería tener “una muerte digna”: “No es digno morirse ahogado, ni hacer sufrir a tu familia, permitir que tu familia sufra tanto. Yo decidí que soy dueño de mi vida y entiendo que puedo decidir cuándo tengo que acabar con ella”. (El Observador, 12 de marzo de 2020).

Sin embargo, como relata El País del 21 de marzo de 2020 (“¿Muerte digna o ‘atajo’? El debate existencial que siempre vuelve ahora se dirime en el Parlamento”, por Delfina Milder), “nueve meses después de aquella aparición en televisión, Sureda atiende el teléfono desde una cama en la que pasa ‘las 24 horas del día, los siete días de la semana’”, y “admite que hoy su prioridad ya no es la eutanasia. ‘Pasó a un plano secundario en mi vida’, cuenta. Ya no piensa morir así, en aquel ‘cuándo y cómo’. Solo morir. ‘El proyecto de ley está muy bueno, pero eutanasia es un paso más, un escalón que le hace falta a los cuidados paliativos’, dice. El hombre que impulsó el proyecto que tal vez llegue a ser ley ahora tiene otro foco: ‘Hoy mi lucha es lograr cuidados paliativos para todo el mundo’”.

Le sucedió lo que a tantos: conoció los cuidados paliativos, y entonces, se dio cuenta de que se puede lograr una muerte sin las angustias y dolores que él suponía como ineludibles, y prefiere los cuidados paliativos a la eutanasia. Nadie elige la muerte, lo que se elige es no sufrir. Si se dan los medios para atenuar ese sufrimiento, se prefiere vivir. Incluso en el momento mismo de la muerte se puede acudir a la sedación paliativa para evitar los sufrimientos y angustias de ese trance.


Como señala la misma nota de El País, “una de las voces fervientemente en contra del proyecto de Pasquet” es la “Sociedad de Cuidados Paliativos”. Precisamente, quienes más conocen la situación de los pacientes terminales y más saben sobre la posibilidad de acompañarlos y calmar sus sufrimientos y angustias, son quienes ven con más claridad la diferencia entre aliviar y matar, entre afrontar la muerte de un modo digno de la persona y matar al paciente, y afirman con rotundidad que no hay ninguna línea fina ni límites difusos entre sedación paliativa y eutanasia.

“‘No es gris’, sentencia su presidenta, la médica paliativista Adriana Della Valle. Y repite: ‘No es nada gris. La sedación paliativa es la cosa más definida en cuidados paliativos, y también su diferencia con eutanasia y suicidio asistido’”.

“Por definición, la sedación paliativa es el último recurso al que acude el médico cuando el dolor del paciente no se alivia tras haber hecho todo lo que se tenía al alcance. Entonces, cuando el paciente terminal llega a esa etapa de la enfermedad, donde el sufrimiento es “indescriptible y angustiante”, se lo seda para que su nivel de conciencia disminuya. Y empieza una espera que no suele ser prolongada. El paciente abandona la conciencia para no sentir dolor a medida que se apaga su impulso vital. “Lo mata la enfermedad, no lo mato yo. Esa es la diferencia”, dice Della Valle. Y puntualiza: “El objetivo de la eutanasia es matar”, mientras que el de la sedación paliativa es “aliviar el sufrimiento hasta que llegue el final”.

“Della Valle, que coordina la unidad de cuidados paliativos del Hospital Militar desde 2006, cuenta que su tarea diaria es tratar a pacientes en esta situación. Asegura que no piden morir, sino dejar de sufrir. Contrario a la imagen colectiva que se tiene sobre cuidados paliativos, de personas moribundas y acechadas por dolores insoportables, la médica insiste en que también brindan servicios a personas con enfermedades crónicas que no necesariamente aguardan la muerte todos los días.”

“Para la médica, la alternativa a este proyecto de ley que considera “irrespetuoso” para los valores de las personas y los códigos de ética médica, es asignar recursos humanos a la tarea de los cuidados paliativos. Si bien existe una ordenanza del Ministerio de Salud Pública (MSP) que promueve ese servicio en todo el país, y si bien Uruguay tiene el índice de cobertura más alto de Latinoamérica -59% de casos cubiertos según los últimos datos difundidos por la cartera-, Della Valle opina que no hay motivo para celebrar, ya que el sistema todavía no está presente de manera homogénea en todo el país. Insiste en que primero se deben desarrollar estos cuidados a lo largo y ancho del Uruguay, para después recién empezar a hablar sobre eutanasia.”[1]


Ope Pasquet ha dicho que rechazar la eutanasia alegando que se deben promover los cuidados paliativos es una falacia de falsa oposición. Consideramos que no es falsa la oposición: son dos formas diametralmente diferentes de atender a una situación: si la persona opta por los cuidados paliativos, está eligiendo vivir hasta el final natural de su vida; si se opta por la eutanasia, se está eligiendo poner término, voluntariamente, a la propia vida, antes de ese final natural. En un caso, se respeta el carácter absoluto e irrenunciable del derecho a la vida, porque no se atenta contra esa vida, y se hace lo posible para evitar el sufrimiento; en el otro, se trata la vida humana como un derecho disponible y renunciable, como una cosa sobre la que se puede disponer, y, con ello, se trata a la persona (que se identifica con esa vida) como una cosa disponible, y no en su dignidad de persona.

Por eso, el homicidio (aunque sea por motivo de “piedad” y se le llame eutanasia) y el suicidio (por más médicamente asistido que sea), no son una opción, pues implican violentar la dignidad de la persona humana y el valor absoluto del derecho a la vida. Tampoco serían una opción cuando se ofrezcan los cuidados paliativos al 100% de la población.

Como señala el Dr. Herranz:

“Sólo se puede hablar de verdadera libertad de elección cuando la medicina paliativa es practicada con competencia y ofrecida a todos los que la necesitan” (Herranz, p. 9).

La libertad no es un derecho absoluto; la vida, sí. Por lo mismo, la libertad tiene como límite (o, mejor dicho, como objeto de su capacidad de autodeterminación, que constituye su finalidad y que le da sentido) la vida: ajena y propia. La muerte (provocada) nunca es una opción válida, un objeto apetecible para la elección libre. Así como cuando alguien tiene hambre, el objeto apetecible que hay que ofrecerle es la comida que sacie esa hambre, cuando alguien sufre, lo que hay que ofrecerle son los cuidados paliativos que alivien ese dolor. ¿Matarlo no es ayudarlo a que deje de sufrir?; sólo si se considera que matar al hambriento es ayudarlo a que deje de tener hambre. “Muerto el perro, se acabó la rabia”: pero no se cura la rabia, se mata a quien la sufre. Ayudar a alguien a que muera no es ayudarlo, es eliminarlo: no se le hace ningún bien, pues todo bien que se le haga a una persona requiere, como presupuesto, que esa persona exista; y no hay mayor bien que la existencia de una persona.

Cuidados paliativos o eutanasia no es una falsa oposición, son opciones radicalmente diferentes: aliviar o matar; no es una falsa oposición es la opción entre dos concepciones totalmente opuestas e incompatibles: se debe respetar la vida humana siempre, en virtud de la dignidad inherente de la persona, o se puede disponer de la vida humana cuando ésta, por determinadas situaciones, no es “digna de vivirse”; no es falsa oposición, es la opción entre la igual dignidad de toda persona derivada de su condición humana, o la aceptación de que hay una diferencia radical entre los seres humanos: unos que tienen derecho a vivir, y otros que no, unos que tienen dignidad, y otros que no, unos que son personas, y otros que no.



Es fundamental la respuesta a esta pregunta, para evaluar qué es mejor: si el régimen actual o el régimen propuesto.


Resumidamente, diremos que la actual ley penal establece que es delito el homicidio, aunque se haga “por móviles de piedad, mediante súplicas reiteradas de la víctima” (en cuyo caso, el Juez puede eximir de la pena -art. 37 del Código Penal-) y que es delito también la “determinación o ayuda al suicidio” (art. 315 del Código Penal).

Con el proyecto de ley, se modifican dos delitos:

· el art. 310 del Código Penal (homicidio), con la causa de impunidad del art. 37 (homicidio piadoso). Este delito dejaría de serlo, en las situaciones previstas, denominándose “eutanasia”.

· El art. 315: la determinación o ayuda al suicidio. Deja de ser delito, en las situaciones previstas en el proyecto, como suicidio médicamente asistido.


El por qué de cada delito, la finalidad por la que se tipifica una conducta como delito y se prevé para ella una pena, es el bien jurídico tutelado: se prohíbe una conducta, para proteger un derecho que se considera fundamental para la sociedad. Por eso, quien cometa el delito, estará afectando no sólo a la víctima, sino a toda la sociedad. La sociedad, a través del fiscal y del juez, castigará con una pena al culpable, para reparar ese daño a la sociedad. Si sólo estuviera en juego la reparación de la víctima, se haría un juicio civil, siempre que la víctima (o sus representantes) quisieran obtener una indemnización de ese daño.

¿Cuál es el bien jurídico tutelado por estos delitos que se estarían derogando en las situaciones previstas por el proyecto?

El bien jurídico tutelado por estos dos delitos (homicidio piadoso y determinación o ayuda al suicidio) es el derecho humano fundamental a la vida, como derecho absoluto e irrenunciable.

El régimen jurídico actual reconoce que la dignidad de la persona humana es un valor absoluto e incondicional, e igual para todo ser humano. Es decir: no depende de situaciones, ni de valoraciones: si alguien es humano, tiene esa dignidad de persona, su vida es lo más valioso para la sociedad: siempre debe ser reconocida por la sociedad, tutelada por el derecho.

Este proyecto quiere modificar la valoración social del principal derecho: el derecho a la vida. El proyecto considera que la vida humana (y, consiguientemente, la persona que es el sujeto vivo) no tiene un valor absoluto, ni igual para todos.

En efecto: si se tiene una enfermedad terminal, o un sufrimiento insoportable, la vida humana no tendrá un valor objetivo, independiente de toda valoración; una vida (una persona) en esas situaciones no merecerá la tutela jurídica incondicional de la sociedad. Esas vidas (esas personas) dependerán de dos valoraciones: la del propio sujeto y la de dos médicos: si ambos coinciden en que su vida no vale (que la persona no vale), entonces, no vale, es disponible, descartable, se puede eliminar sin que la sociedad esté perdiendo nada.

Entonces, habrá dos clases de seres humanos: unos cuyas vidas deben respetarse y otros a los que se les puede quitar la vida; los primeros tienen una vida digna, y los segundos, no; los primeros son dignos (pues la vida es el ser, el existir), y los otros, no; unos son personas (por eso tienen dignidad) y los otros, no.

Y, de esta forma, todos pasamos a valer menos, pues ninguno tendrá una vida que deba respetarse incondicionalmente: si llegara a la situación prevista en la norma, su vida no valdría. En la valoración social, todos dejaremos de ser personas.


Se afirma que el propósito es evitar que los médicos que hacen eutanasias (homicidios ante súplicas reiteradas de la víctima, cuando ésta padece un sufrimiento insoportable o una enfermedad terminal) sean penalizados.

Pero, como vimos, ya está previsto que el Juez pueda exonerar de pena cuando es un “homicidio piadoso”. Lo que se pretende, entonces, es más: no sólo que no sea penalizado, sino que no se considere que cometió un delito. Es decir: que la sociedad considere que no es un bien jurídico tutelable la vida de la persona a la que se le practica la eutanasia: se le puede quitar la vida sin que ello sea antijurídico: por lo tanto, no hay, en ese caso, derecho a la vida.

En definitiva: es claro que se pretende un cambio en la valoración social de la vida humana.

También se dice que se quiere aliviar los sufrimientos y angustias en las situaciones previstas en el proyecto de ley.

Pero con la eutanasia, no se alivia a nadie. Al paciente, se lo mata, no se lo alivia. Para que alguien esté aliviado, como ya dijimos, tiene que existir, vivir. Es como pretender que se sana al enfermo matándolo: sí, ya no está enfermo, pero no porque se lo haya sanado, sino porque ya no está. Si se elimina al sujeto, se eliminan todas sus acciones, sus cualidades y sus padecimientos: si se mata a un ladrón, se acaba con sus robos, si se mata a un enfermo, se acaba con su enfermedad, si se mata a quien sufre, se acaba con su sufrimiento, si se mata a un ciego, se acaba con su ceguera. Pero la persona que ha robado, o que padece una enfermedad o un sufrimiento, o que no tiene vista… vale más que sus actos, que su salud, que la ausencia de dolor o su vista. La persona es un bien mucho mayor que cualquier mal. Aliviar es algo bueno porque es quitar un mal: el sufrimiento; pero matar es quitar un bien inestimable: la vida de una persona.

Lo que sí debería promoverse para lograr ese alivio son los cuidados paliativos, a los que aún no accede el 40% de la población. Quienes acceden, no quieren morir; porque en realidad, lo que se quiere no es la muerte, sino el alivio, el acompañamiento y la ayuda para valorar la propia vida.



La “justificación” de un cambio normativo debe superar un primer test básico en una democracia constitucional de derecho: que la norma respete los derechos humanos fundamentales; luego, un segundo test: que respete las normas constitucionales (en las que ya están reconocidos esos derechos humanos como inherentes, no dependientes de la voluntad del legislador ni de ninguna mayoría: propios de la condición de ser humano).

¿Cuáles son los argumentos que se han manejado para justificar este proyecto?

Los expondremos y analizaremos críticamente en los siguientes apartados.


Como ha señalado el Diputado Ope Pasquet, el proyecto se basa en un supuesto derecho al suicidio, en determinadas situaciones: cuando se tiene una enfermedad terminal o se padecen sufrimientos insoportables.

Frente a esta postura, y contra lo que se propone en el proyecto, se presenta el derecho a la vida como derecho absoluto, indisponible e irrenunciable.

Si existiera un derecho al suicidio, no habría un derecho a la vida absoluto e indisponible. Y, si así fuera, sería correcto el proyecto de ley. Porque no puede ser delito ayudar a alguien a ejercer un derecho.

Por eso, la cuestión clave es: ¿existe tal derecho al suicidio, o, por el contrario, el derecho a la vida es absoluto, indisponible e irrenunciable?

En primer lugar, se debería abordar la cuestión a nivel de los derechos humanos. Ello implica analizar qué implica ser persona, para ver, con la inteligencia natural, si ésta exige tal derecho. También sería conveniente ver si se ha reconocido este derecho en la Constitución y en los instrumentos internacionales de derechos humanos.

No es ésta la argumentación empleada por la exposición de motivos de este proyecto de ley. Acude a una norma legal particular (mejor dicho, a la ausencia de una norma legal penal que tipifique el delito de suicidio) y, de ahí deriva la existencia de un supuesto derecho (el derecho al suicidio) como un principio superior (como si fuera de rango constitucional o de derechos humanos) que determinaría que se debe modificar la ley penal que tipifica el delito de determinación o ayuda al suicidio y de homicidio (con la causa de impunidad de homicidio piadoso). Como veremos a continuación, este razonamiento es erróneo.

Pero además, no respeta los principios de jerarquía y de interpretación del sistema jurídico. En efecto: si se analizan leyes, las reglas y principios que se extraigan de ellas tendrán jerarquía legal. Por tanto, si tales reglas y principios fueran contradictorios (si se produjeran “antinomias”), no puede primar uno sobre otro en función de su jerarquía, pues tienen la misma jerarquía. En realidad, lo primero que hay que buscar es la compatibilización entre las dos normas. Y eso es lo que sucede en este caso: es compatible que no esté previsto el delito de suicidio y que sí sean delito la determinación o ayuda al suicidio y el homicidio piadoso. Claro que ello implica que nuestro derecho no considere que exista un derecho al suicidio sino, por el contrario, un derecho a la vida, y éste, como derecho absoluto, incondicional, inherente a la personalidad humana, igual para todos los seres humanos, irrenunciable e indisponible, que no puede ser desconocido por la ley y que el Estado y la sociedad toda debe respetar y proteger. Por otra parte, mientras que tal derecho a la vida está reconocido y garantizado en la Constitución y en todos los instrumentos internacionales de derechos humanos, el supuesto derecho al suicidio no figura ni en la Constitución (por el contrario, ésta prevé expresamente el deber de cuidar la propia salud y señala el carácter absoluto del derecho a la vida -no admitiendo ninguna excepción al mismo-) ni en ninguna norma de Derecho Internacional sobre derechos humanos.


Analicemos el argumento del Diputado Ope Pasquet: afirma que, como no está tipificado el delito de suicidio, hay derecho al suicidio, porque todo lo que no está prohibido está permitido.

En este razonamiento hay tres errores.

En primer lugar, no todo lo que no está prohibido por la ley penal está permitido. En segundo lugar, no todo lo permitido es un derecho. Y, en tercer lugar, el suicidio no está tipificado como delito no porque la vida propia no sea un bien jurídico digno de tutela del máximo rango, sino porque sería inútil o contraproducente establecer una pena a quien atenta contra su propia vida; pero sí se tutela ese bien jurídico (la vida como bien no renunciable) estableciendo un delito y una pena para quien coopera en un suicidio y para quien comete un homicidio a ruego de la víctima.


No todas las prohibiciones son penales. Muchas conductas están prohibidas y, sin embargo, no están tipificadas como delito. Por ejemplo: está prohibido despedir a una trabajadora grávida, pero quien lo hace, no comete un delito penal.

Sólo se tipifican aquellas conductas que atentan contra determinados bienes jurídicos que la sociedad tutela por considerarlos fundamentales, y sólo cuando se consideran adecuados el castigo o la amenaza de castigo de la pena.


Ciertamente, lo que no está prohibido (por ninguna norma jurídica) está permitido (artículo 10 de la Constitución). Pero no todo lo permitido es un derecho. Al menos, no lo es en el sentido fuerte de derecho.

Un derecho es algo (una acción o una omisión de otros) que corresponde a su titular, que le es debido por otros y, por tanto, algo que puede exigir. Y eso “le corresponde” porque le fue atribuido como “suyo” por la naturaleza humana (por el sólo hecho de ser humano, a cada persona le corresponde su vida y aquello que necesita para desarrollar sus capacidades naturales implícitas en esa vida humana), o por la sociedad (mediante contratos, costumbres o leyes), respetando lo previamente asignado por la naturaleza (los derechos humanos o naturales).

Por eso, una acción contraria a la naturaleza humana (que, en vez de desarrollar las capacidades ínsitas en ella, la destruye) no puede constituir algo que corresponde a una persona, no puede ser un derecho.

No obstante, algunas acciones que no son convenientes a la naturaleza humana son toleradas, no porque sean un derecho, sino porque, prohibirlas e impedirlas con el uso de la coacción jurídica, produciría un mal mayor.


El suicidio no es un derecho, y ni siquiera es una acción tolerada: se deben poner todos los medios posibles para evitar los suicidios, porque atentan contra el bien jurídico más importante, y fundamento de los demás: la vida humana.

La doctrina penal es conteste en que no conviene tipificar el delito de suicidio o de intento de suicidio porque ello incentivaría la comisión de suicidios. En efecto: si consigue su resultado (la muerte), el suicida no podrá ser penado, por lo que no tiene sentido establecer que el suicidio sea un delito penal (es decir, una acción típicamente descripta por la ley, antijurídica y culpable, por la que se aplica una pena). Y si no lo consigue, y se lo penaliza por intento de suicidio, ello induciría a los potenciales suicidas a ser más efectivos en el intento, para lograr el objetivo (la muerte).


Si hubiera un derecho al suicidio, no sería delito convencer a alguien para que se suicide o ayudarlo a que se suicide (como establece el artículo 315 del Código Penal), pues no puede ser delito ayudar a alguien a ejercer un derecho.


En realidad, el proyecto de ley no considera que se pueda ayudar al suicidio o realizar eutanasias (matar al que lo solicita) en cualquier situación: sólo dejan de ser delito estos actos si se solicita libremente (para lo cual se ha de seguir un procedimiento para garantizar un consentimiento informado), si lo hace un médico, y si el solicitante se encuentra en determinadas circunstancias: enfermedad terminal o sufrimientos insoportables.

Por consiguiente, el alegado fundamento del supuesto derecho al suicidio se reduciría a estas situaciones. Se da, entonces, una incongruencia: el suicidio no está tipificado en ningún caso, entonces, según el fundamento esgrimido por el proyecto, habría derecho a suicidarse en cualquier caso, y no sólo en estas situaciones especiales; y si hay derecho a suicidarse en cualquier caso, ¿por qué sería delito ayudar a alguien a ejercitar un derecho?

En realidad, con este cambio legislativo, se estaría reconociendo que, aunque en las demás situaciones no habría derecho al suicidio (pues estaría penada la ayuda al suicidio en esos casos), en estas situaciones especiales sí habría derecho al suicidio. Al menos, entendido como derecho libertad (son aquellos derechos que no establecen un deber de un hacer positivo de un tercero, sino un deber de no impedir la acción que puede realizar o no, a su opción, el titular del derecho).

Ello determina cambios importantes a nuestro actual sistema de derecho, y a los valores que éste protege, por lo que implicará una modificación del comportamiento social (las normas guían el comportamiento: para eso están). Conviene detenernos en su análisis, para juzgar si es conveniente y justo introducir esta modificación.

Veremos, a continuación, cuáles son los valores y derechos consagrados en nuestra Constitución (que, a su vez, reconoce los derechos humanos fundamentales como inherentes a la personalidad humana) en relación con la vida humana. Analizaremos los cambios que se quieren introducir con este proyecto y veremos cómo atentan contra esos valores y esos derechos fundamentales. La conclusión surgirá clara: la eutanasia y el suicidio asistido no sólo son delitos establecidos en la ley penal vigente, sino que atentan contra el principal de los derechos humanos que nuestra Constitución reconoce como incondicional y absoluto. Por lo tanto, no pueden “legalizarse” estas prácticas contrarias a la dignidad de la persona humana, a los valores fundamentales de nuestra sociedad y al derecho humano en que se fundamenta toda convivencia social y que no puede ser modificado por ningún legislador.


El cambio propuesto por este proyecto afectaría al valor que tiene la vida humana (según la valoración social que está contenida en las leyes) y al derecho a la vida tal como está actualmente reconocido y garantizado en nuestro ordenamiento jurídico. Por otra parte, para que sea lícita la eutanasia o la ayuda al suicidio, tienen que darse, acumulativamente, tres condiciones:

1ª: una más o menos objetiva: que haya una enfermedad terminal o incurable o sufrimientos insoportables.

2ª: Otra totalmente subjetiva: que la persona decida libremente morir y así lo manifieste.

3ª: Y otra más o menos subjetiva, que depende del juicio de otras dos personas diferentes de quien quiere morir: los dos médicos que juzgarán si se cumplen los dos primeros requisitos.


En virtud de la primera condición, se afecta el valor de la vida humana (y de la dignidad de la persona), que deja de ser un valor absoluto, y por ende, se afecta la igual dignidad de toda persona.

En efecto, si se aprueba esta ley, la persona que esté enferma de una patología terminal, irreversible e incurable, o que sea afligida por sufrimientos insoportables, dejará de tener una vida con un valor absoluto y, con ello, la dignidad de la persona, dejará de ser un valor absoluto.

No deberá protegerse el goce de la vida en cualquier circunstancia, sino que, en algunos casos sí, y en otros, no. Al no existir ni el derecho ni el deber correspondiente de respeto y de protección de la vida por parte de la sociedad, de un modo incondicional (en cualquier circunstancia), la vida deja de ser un valor absoluto (incondicional).

Y, con ello, dejará de tener el mismo valor (dignidad) toda vida humana (toda persona).

No todas las vidas (no todas las personas) serían iguales. Unas valdrían menos que otras: unas merecerían ser protegidas en su goce, y otras no. Habrá vidas que no merecen ser vividas, que no son dignas, y otras que sí: éstas serán valoradas por la sociedad y tuteladas, las otras, no.

Por otra parte, toda vida humana perderá valor: nuestra vida (la de todos) no tendrá un valor incondicional (dignidad), sino que estará condicionada a no estar enferma de una patología terminal o a no padecer sufrimientos, a la “voluntad” que se exprese en esas condiciones, y a la opinión de dos médicos.[2]

Como señala Gonzalo Herranz (Eutanasia y dignidad del morir, en Jornadas Internacionales de Bioética: ‘Bioética y dignidad en una sociedad plural’, Universidad de Navarra, Pamplona, 1999), citando a Sulmassy[3],

la esencia de la dignidad humana es nada más y nada menos que la estima y el honor que los seres humanos merecen simplemente porque son humanos. Pretender prolongar siempre y a toda costa la vida meramente biológica humana es negar la verdad de la mortalidad humana y, por ello, actuar contra la dignidad humana. Del mismo modo, dar muerte a un paciente, aun cuando ya esté muriendo, viene a decir que la vida de ese hombre ha perdido todo significado y valor: pero eso es actuar contra la dignidad humana, pues esta no depende de la prestancia social, la libertad o el placer, sino del hecho de ser hombre. La dignidad humana no es algo subjetivo: nadie puede incrementar, disminuir o aniquilar a capricho su propia dignidad, y tampoco puede hacerlo con la dignidad de otro. Y lo mismo pasa con la enfermedad y el morir: pueden humillar, disminuir la autoestima, avergonzar e, incluso, crear un sentimiento de indignidad. Pero esos asaltos no acaban con ella, no la merman: nos perturban precisamente porque ponen en el tapete el problema de si la vida humana tiene significado y valor, tiene dignidad.

Sulmasy describe cuan diferentes en la expresión de la dignidad pueden ser las muertes de los pacientes: desde los que enfrentan el morir con valor, esperanza y amor, a los que lo hacen en el temor, la rebeldía, la desesperación o el autodesprecio. A unos y otros hay que tratar con dedicación y respeto. Es una tarea tremenda devolver a ciertos pacientes la fe en la su propia dignidad y hacerles sentir, en la situación terminal, totalmente carente a veces de estética, que su vida sigue teniendo valor ya dignidad. Esa es una dura prueba para el médico y la enfermera, pero en eso consiste atender al moribundo. Como dice Sulmasy, «no habría asalto mayor a la dignidad humana ni, en último término, sufrimiento más grande que decir a uno de esos pacientes, mirándole a la cara, “Sí, tienes razón. Tu vida carece de sentido y de valor. Te daré muerte, si quieres”». Los moribundos deben saber que, para sus médicos, ellos nunca pierden su dignidad humana y que continúan en posesión de todo su valor y estima: sus vidas conservan siempre una medida bien colmada de significado y dignidad.


Además de tener una vida devaluada por la enfermedad terminal o incurable o por el sufrimiento insoportable, se requiere otro requisito para que sea lícita la ayuda al suicidio o la eutanasia: que haya una voluntad libre de quien quiere morir. Si sólo tuviera una vida devaluada, no perdería el derecho a vivir, si él no renuncia, libremente, a seguir viviendo y decide morir.

Entonces, la vida humana dejará de ser, en toda su extensión y en toda circunstancia, un derecho humano fundamental indisponible.

Los derechos humanos se fundamentan en la igual dignidad de toda persona, por el sólo hecho de ser humana.

En función de ello, de acuerdo con los derechos humanos, la vida tiene, más que valor, dignidad: por eso no depende de la valoración que se haga de ella: ni por uno mismo, ni por los demás. La vida no es algo distinto del ser personal, no es una cosa que la persona posea, un medio (cosa) para la persona (que valga en función de ser un medio para ella y, por tanto, que valga en función del valor que le dé la persona): es la misma persona. Si una vida no “vale”, no “vale” la persona: vivir es ser, para los vivientes. La vida humana tiene un “valor” objetivo: no depende de la valoración subjetiva sino de lo que objetivamente es: vida de un ser humano.

Si la vida humana (la persona), por su dignidad, no depende de la valoración humana, es indisponible. Uno no puede decidir que él no tiene dignidad, que su vida (su ser, su existencia, él mismo) no vale, no es digna. Porque cada uno es persona (fin en sí mismo, diría Kant), no cosa (que vale en función de que una persona la valore como medio para él).

Se puede disponer de las cosas, no de las personas (“se compran las cosas, a los hombres no”, dice la canción), se pueden valuar las cosas, no las personas, que tienen un valor (dignidad) inestimable, invaluable, supremo. La persona es indisponible; la vida (que se identifica con la persona) es, entonces, indisponible.

Como señala Miguel Langón Cuñarro, al analizar el delito previsto en el artículo 315 del Código Penal (determinación o ayuda al suicidio)“es una de las normas del Código que expresa muy claramente la idea de que algunos bienes jurídicos “personales”, no son sin embargo disponibles”.

Y explica que “como el suicidio no es considerado delito por el legislador, se hizo necesario establecer esta figura especial, para atrapar como autores de una conducta autónoma a aquellos que, ónticamente, son copartícipes de la autoeliminación del suicida, que al ser atípica, no admitiría castigo tampoco para ellos.”

La indisponibilidad de los derechos humanos fundamentales manifiesta el carácter indisponible de la persona humana y, con ello, su dignidad. No se puede renunciar al derecho a la propia vida: es un derecho irrenunciable, porque irrenunciable es el carácter personal con su inherente dignidad (y el ser personal se identifica con la propia vida).

Además, como todos los demás derechos y deberes dependen de este derecho fundamental a la vida (al carácter digno de la persona que vive), si este derecho fuera disponible, todos los demás derechos lo serían y, lo que es más curioso, que los propios deberes serían disponibles (el deber jurídico es, por naturaleza, indisponible: quien tiene un deber no puede librarse libremente de él, si no, no sería un deber). Si alguien tiene derecho a suicidarse, tiene derecho a no cumplir ningún deber; e incluso (si se tratara de deberes patrimoniales), a transferir ese deber a otros (sus sucesores).


Sin embargo, con este proyecto de ley, en puridad, no se establece este derecho absoluto a disponer de la propia vida. Será necesario no sólo que el potencial suicida valore su vida como algo de menos valor que las otras vidas humanas, y que decida quitársela, sino que, además, se requerirá que haya un tercero que tendrá el enorme poder de juzgar si esa vida tiene o no tiene dignidad (vale o no vale como para ser respetada incondicionalmente): los dos médicos que deben dictar esa terrible sentencia de muerte.

La potestad que se asigna a estos médicos es la de juzgar si, en un caso concreto, alguien tiene derecho a vivir (porque no cumple las condiciones de la ley y, entonces, los demás tienen el correspondiente deber de respetar su vida) o si, por el contrario, no existe ese deber de respetar su vida por parte de ese propio médico, que podrá matarlo. El médico será juez y verdugo.

Estará haciendo un juicio prohibido por nuestra Constitución: al edictar el artículo 26 que “a nadie se aplicará la pena de muerte”, está señalando que ningún juez puede dictaminar que alguien no tiene derecho a vivir. En este caso, estos médicos sí tendrían el derecho de dictaminar que alguien no tiene derecho a vivir. Y antes, lo estará haciendo el legislador, que ya está predeterminando que las personas que se encuentren en las condiciones señaladas en la ley, no tienen tal derecho que obligue a los demás a no matarlos y a no ayudarlos a matarse. La ley estará violando la prohibición absoluta del artículo 26, como luego veremos.


· No hay derecho al suicidio. El intento de suicidio no está penado no porque haya derecho al suicidio, sino porque, de lo contrario, se incentivaría a un suicidio eficaz. Pero, como no hay derecho al suicidio, se penaliza la determinación o ayuda al suicidio (que es lo que el proyecto de ley quiere modificar).

· El derecho a la vida es absoluto e irrenunciable porque la dignidad de la persona es absoluta e irrenunciable: si se pudiera disponer de la propia vida, ésta sería una cosa disponible, no un sujeto (persona) con valor inherente supremo (dignidad), que no depende de la valoración de nadie.

· La Constitución y los derechos humanos se basan en esta concepción de la dignidad de la persona. Por eso se reconocen los consecuentes derechos inherentes (art. 72), que el Estado no puede desconocer ni modificar, entre los que, el principal, es el derecho a la vida (art. 7), que es, para su titular, un derecho-deber (por lo que hay deber de cuidar la propia salud -art. 44), y está reconocido como derecho absoluto (incondicional e irrenunciable), del que surge el deber correspondientemente absoluto: la prohibición absoluta de matar (art. 26).


La exposición de motivos señala también, como fundamento de la legalización de la eutanasia y del suicidio asistido, a la libertad de la persona (y cita el artículo 7 de la Constitución). Y luego indica que “toda persona adulta es dueña de su propia vida y debe poder disponer de ella mientras no haga daño a otros. Este criterio radicalmente liberal impregna nuestras leyes, que no castigan la tentativa de suicidio”.

Ya vimos que la no penalización de la tentativa de suicidio no implica que haya derecho a disponer de la vida. Es más, las mismas normas penales que se quieren modificar (determinación o ayuda al suicidio y homicidio piadoso) manifiestan que no existe tal derecho a disponer de la vida: ese criterio radicalmente liberal no impregna nuestras leyes, sino solamente al presente proyecto de ley.

A continuación, expondremos diferentes críticas a la pretensión de fundar la eutanasia en la libertad.


La exposición de motivos dice que “si alguien está sufriendo tanto como para preferir la muerte a seguir sufriendo, nadie tiene derecho a atarlo a su sufrimiento e impedirle liberarse de él”.

Sin embargo, nadie pretende que haya un derecho a atar a alguien a su sufrimiento. En la medida en que haya posibilidad de aliviar el dolor, toda persona tiene, como parte de su derecho a la salud, el derecho a aliviar tal dolor. Y eso es precisamente lo que se debería promover: los cuidados paliativos alcanzan a menos del 60% de la población, y deberían extenderse a todos. Si alguien prefiere la muerte por el dolor que tiene, hay que quitarle el dolor, no matarlo.

La libertad tiene por objeto la propia dignidad: actuar reconociendo y procurando el valor incondicional de la propia existencia personal. Uno es libre porque es capaz de actuar desde sí mismo, precisamente porque puede descubrir que él mismo (su ser, su existencia personal) es un bien o un fin en sí, al que debe ordenar sus acciones. El motor propio en el actuar humano se enciende con la llama del bien personal: sólo si busco mi bien personal (mi felicidad[4]) puedo decidirme a actuar; pero si yo mismo no tengo tal valor que pueda constituirme en fin de mi actuar, no puedo ser fin de ninguna acción propia; por lo tanto, no me puedo decidir a actuar, no puedo actuar libremente. El ser humano es libre, porque puede buscar la propia felicidad. Y el existir, el vivir, es condición absolutamente necesaria para ser feliz: si no se existe no se puede ser feliz.

Por eso, matarse no es manifestación de la propia dignidad, sino de lo contrario: de que uno considera que no es digno.

En cambio, los cuidados paliativos constituyen el trato adecuado a la dignidad de quien sufre, pues tratan de aliviar el sufrimiento salvaguardando la vida, considerando siempre que esa persona vale, que su existencia y su vida valen, tienen dignidad, no es una cosa de la que se puede disponer matándola. Además, al aliviar, los cuidados paliativos permiten actuar más libremente, menos condicionado por el sufrimiento, reconociendo el propio valor, la propia dignidad, que se mantiene (precisamente por su carácter de superioridad) a pesar de la enfermedad, la vejez, la soledad y el dolor.

Sin embargo, la exposición de motivos señala también que la libertad de la persona, atributo inseparable de la dignidad inherente a su condición de tal, comprende el derecho a determinar el fin de la propia vida”.

Tal afirmación, pretende fundamentarla, falazmente -como acabamos de ver-, en la no penalización del suicidio. En realidad, justamente se quieren derogar los delitos que ponen claramente de manifiesto que no existe tal derecho.

La exposición de motivos y los argumentos que invocan los propulsores de este proyecto no fundamentan este supuesto derecho a determinar el fin de la propia vida en ninguna consideración vinculada a la naturaleza humana de la que surgen los derechos naturales, ni en ninguna norma que recoja los derechos humanos. Sólo se invoca la “dignidad” de la persona, y su libertad como parte esencial de esa dignidad; pero no se explica por qué, de esa dignidad, pueda derivarse el derecho a disponer de sí mismo (de la propia vida).

Por el contrario, precisamente, porque la libertad es inseparable de la dignidad, no puede ejercerse al margen de ésta: debe respetarla. Como la persona es digna, es fin en sí y, por ello, orienta hacia sí misma (al propio bien o desarrollo de la persona) la libertad, el actuar libre. La libertad está, entonces, “condicionada” por (orientada a) el propio desarrollo personal, al bien de la persona. Por eso, el primer deber que se le presenta a la inteligencia en su actuar libre es “hacer el bien y evitar el mal” (buscar lo conveniente a la propia naturaleza, a desarrollar el ser personal, y evitar lo que lo perjudique). No es acorde a la dignidad, no buscar el propio desarrollo sino la auto destrucción. Sin este deber, no habría ningún deber.

No es, pues, parte del objeto de la libertad el disponer de la propia persona como una cosa, subordinándola a otro bien. Es posible disponer de la propia vida, pero no es digno de la persona y, por eso, es una acción contraria al primer deber: tratar a la persona (uno mismo) como fin en sí y no como medio. La persona (la vida humana) es, por su dignidad, indisponible: no se debe disponer de ella.

Como veremos al analizar la Constitución, ciertamente la libertad es atributo inseparable de la dignidad de la persona, pero ni la dignidad de la persona ni el derecho a la libertad comprenden el derecho a quitarse la vida.

En cuanto a la dignidad, es precisamente la dignidad de la persona la que determina:

· que su vida tenga un valor de dignidad;

· que, por esa dignidad, tal vida tenga un valor absoluto, incondicional: no depende de circunstancias sino sólo de la esencia humana, de la condición de ser humano;

· que, por esa dignidad, tal vida no sea susceptible de valuación: no es una cosa cuyo valor dependa de la valoración que hagan de ella las personas; tiene un valor intrínseco, inherente a la condición de persona;

· que, por ello, los demás deben respetar a esa persona, a su vida (la persona es esencialmente un ser vivo): hay un deber, de todos, de respetar esa persona, esa vida;

· y como ese vida tiene un valor incondicional, el deber de respeto es también incondicional: nunca una persona dejará de tener el deber de respetar la vida, nunca estará permitido matar a una persona (salvo cuando ello sea necesario para defender la vida, propia o ajena, injustamente atacada);

· Tal deber es un deber jurídico, un deber que emana de un derecho: del derecho a la vida de esa persona.

· Siendo el deber incondicional, absoluto, también el derecho correspondiente (el derecho a la vida) es incondicional, absoluto.

· Y como la dignidad de la persona humana es indisponible e irrenunciable, es también irrenunciable la vida humana (que se identifica con ese ser personal), y es indisponible e irrenunciable el derecho correspondiente a vivir, según la medida natural de la vida humana.


No se puede confundir dignidad personal con ejercicio pleno de una libertad autónoma.

La libertad es signo de que se es persona, pero es una capacidad: capacidad de autodeterminarse hacia lo que la inteligencia muestra como conveniente. Tal capacidad se tiene por el hecho de ser humano. Aunque no se esté ejerciendo actualmente. Si es humano, es libre, aunque no esté ejerciendo la libertad, e incluso, aunque se suponga que no va a poder hacer actos externos que puedan percibirse sensiblemente como actos libres (nunca podremos ingresar a la intimidad de esa persona para saber si realmente hace acto internos conscientes y libres).

Se es persona por ser un “individuo de la especie humana” no por el grado de autonomía efectiva que se tenga. Así lo señala el artículo 21 del Código Civil y, en el mismo sentido, el artículo 1.2 del Pacto de San José de Costa Rica reconoce: “persona es todo ser humano”.

Todos somos igualmente humanos e igualmente dignos, aunque no todos tengamos el mismo grado de ejercicio de la razón y de la libertad.

Lo que disminuye cuando uno es más dependiente, cuando tiene un menor ejercicio de su inteligencia y de su libertad, son los deberes, no los derechos. Cuanto más vulnerable es una persona, más necesidad tiene de los demás: más derechos; y los demás, tienen más deberes hacia él.

Como señalara el ex Presidente Tabaré Vázquez “El grado de desarrollo de un país se mide sobre todo por el modo de tratar a sus miembros más vulnerables”. Sería muy triste que, en lugar de ofrecer alivio, ayuda y acompañamiento, la sociedad uruguaya ofrezca, como solución al dolor, al abandono y a la debilidad, la muerte. No es esa la forma de hacer “que los más infelices sean los más privilegiados”.

Como veremos, abrir esta posibilidad de una eutanasia legal, lleva, como por un tobogán, a considerar que las personas menos autónomas, más vulnerables, más necesitadas de protección y ayuda, no tienen una vida digna, que merezca ser vivida y que merezca un respeto y una protección incondicional. Los que padecen demencia, depresión, otras enfermedades psiquiátricas y patologías debidas a la edad representan un porcentaje cada vez mayor de las eutanasias practicadas en Holanda y Bélgica.

En cambio, los promotores de la eutanasia consideran que la dignidad de la persona humana no depende de su carácter de ser humano, sino del ejercicio de su libertad. Alegan que una persona que está con un sufrimiento insoportable, o tremendamente limitada por una enfermedad terminal no puede tener una vida autónoma, no puede ejercer su libertad. Y como identifican ser “persona” (un ser con dignidad) con ser autónomo y estar en pleno ejercicio de su libertad, estos sujetos no tendrían autonomía ni, por tanto, una vida digna: por consiguiente, no serían personas: lo digno sería quitarse la vida.

Sin entrar en la aberración que implica considerar que hay vidas humanas no dignas (y sin considerar las consecuencias que ello ha traído en la historia del siglo pasado, como se dirá luego), es contradictorio que se pretenda fundar un derecho en el ejercicio de la libertad cuando precisamente se alega que esa persona no tiene libertad. Si la persona carece de libertad y autonomía como para vivir una vida digna, también carece de libertad como para tomar una decisión libre (digna) de poner fin a su vida.

Además, ¿cuál sería la consecuencia lógica de esta fundamentación? Si la autonomía o ejercicio de la libertad es esencial a la dignidad de la persona, no serían dignos, ni personas, los más vulnerables, los más dependientes, los que no están en ejercicio pleno de su libertad y autonomía.


En cuanto a la invocación del derecho a la libertad, obviamente la libertad no es, en ningún ordenamiento jurídico, un derecho absoluto; en cambio, sí lo es (como veremos luego -infra “3.3.2 (iv)” y “4. 4.4”), el derecho a la vida.

La libertad no es absoluta: la ley “limita” la libertad para garantizar los derechos. Estos derechos que “limitan” la libertad son, en realidad, los valores que constituyen su objeto y finalidad, sin los cuales no existiría la libertad. En efecto, si el hombre no encontrara con su inteligencia nada valioso que elegir, no podría elegir nada. Esos valores sociales exigibles son derechos no sólo del individuo, sino de la sociedad. Y el principal valor social es la vida, tutelada por la ley penal que se pretende modificar.

El derecho a la libertad no es absoluto porque se determina y justifica en función del objeto de la acción que se debe realizar libremente. Hay derecho a la libertad de expresión, de pensamiento, de trabajo, de comercio, de asociación, etc.; no libertad para hacer cualquier cosa. Se tiene libertad para ejercer los derechos y para hacer todo lo que no sea contrario a un deber. Lo que es contrario a un derecho (y por consiguiente, al deber correlativo) no hay libertad de hacerlo. No hay libertad para hacer cualquier cosa: siempre habrá deberes que respetar: los deberes que son la contracara de los derechos.

Y el límite de la libertad no es sólo el respeto a los derechos ajenos: también los derechos propios señalan cuál es el objeto de la libertad. De lo contrario, no habría derechos indisponibles.


Si son indisponibles ciertos derechos que no están tan íntimamente identificados con el ser personal como lo está la vida, ¡cuánto más ha de ser indisponible este derecho del que, además, dependen todos los demás derechos!

Si la vida fuera disponible, la persona humana sería disponible, descartable, no tendría un valor absoluto, no tendría dignidad. Y no podría haber ningún derecho disponible: quien puede lo más, puede lo menos.

Si alguien, libremente acepta cobrar un salario inferior al salario mínimo, o trabajar horas extras sin cobrar doble…; si alguien, libremente, quiere que se haga con él un experimento que atente contra su integridad corporal (le saquen un ojo, dos brazos, etc.); si alguien, libremente, quiere que un sádico lo torture; si alguien, libremente, quiere ser esclavo (por ejemplo, esclavo sexual)…, ¿por qué no podrán renunciar a sus derechos al salario, a la limitación de la jornada laboral, a su integridad corporal y a su salud, y a su libertad, si puede renunciar al principal derecho que le permite ejercer todos los derechos, al principal bien humano en el que están comprendidos todos los demás bienes humanos?

Estos derechos humanos son irrenunciables, porque renunciar a ellos implica renunciar a la propia dignidad de persona: porque implican disponer de sí mismo, y la persona es indisponible.

Estos derechos son irrenunciables porque implican un deber: el deber de respetar la propia dignidad personal. Son un derecho-deber. Si me esclavizo, si me sujeto a experimentos que atentan contra mi integridad física o psíquica, etc., incumplo con el deber de respetar mi propia dignidad. Es un deber respecto a mí mismo, y también un deber respecto de la sociedad: la sociedad tiene el deber-derecho de defender la dignidad de toda persona, porque cada uno es un bien para los demás. (Contrariamente a lo que sostiene el individualismo radical: ver infra “5.3.”).

El derecho-deber de vivir es, como ya se dijo, fundamental, absoluto, indisponible e irrenunciable, porque vivir, para una persona, se identifica con ser persona, y la persona es digna, lo que significa, un valor supremo, inherente a la condición humana, y, por tanto, indisponible (no se puede renunciar a ser humano). No hay derecho a actuar libremente contra lo que es el valor fundamental de la sociedad: la dignidad, el carácter inviolable, de la persona.

Por lo que acabamos de señalar, no se puede confundir autonomía y libertad con un derecho a hacer cualquier cosa, con tal que se haga libremente y no se atente contra la libertad de otros. Porque hay derechos que son también deberes porque no son disponibles. Y la dignidad personal (y la vida que es ese mismo ser personal) es indisponible, precisamente porque la misma dignidad determina que uno no sea cosa (disponible), sino persona (no disponible, porque no puede subordinarse, como medio, a ninguna otra finalidad: ella es fin en sí misma). Como la persona es indisponible, todos los bienes que integran esencialmente el ser personal (la vida, en primer lugar) sonobjeto”[5] de un derecho indisponible.


Es contradictorio justificar un pretendido “derecho al suicidio” en la autonomía o libertad, cuando, precisamente, quien debe decidir morir está tan condicionado por el miedo, los sufrimientos insoportables, la enfermedad, etc.: tan condicionado está que llega al extremo de pedir la muerte. Difícilmente pueda ser considerada realmente autónoma, en el sentido de que esté en pleno ejercicio de su libertad. La misma enfermedad, la medicación, el miedo al dolor, la soledad, el considerarse una molestia y una carga económica para los demás limitan necesariamente su capacidad de decisión.

No es claro que, con este proyecto, se esté tutelando una libertad entendida como ausencia de condicionamientos en la elección, o plena autonomía. Es muy discutible que una persona que quiere suicidarse sea libre, que su voluntad esté libre de condicionamientos. Es más: precisamente, las situaciones señaladas en el artículo primero son de un gran condicionamiento, sea éste un problema psíquico, un miedo al sufrimiento, o una angustia muy grandes; tan condicionado está que termina decidiendo contra el principal instinto, el de conservación. ¿Quién puede certificar que la persona es plenamente libre? ¿No se configuran los vicios del consentimiento que hacen que la decisión no sea válida?

Véase que se ha aclarado, por Ope Pasquet, que la referencia de la norma proyectada a los “sufrimientos insoportables” incluye tanto a sufrimientos físicos como psíquicos. Si son insoportables, están viciando el consentimiento. La persona que, en esa situación, pide la muerte, no está queriendo la muerte, quiere no sufrir. De allí la importancia de los tratamientos paliativos.


· No se puede alegar como fundamento de un derecho la mera libertad, porque ésta siempre tiene como objeto una acción determinada a la que se tiene derecho: pensar, comunicarse, trabajar, circular, asociarse, etc. Si la acción libre es contraria a un derecho, no hay derecho a ella. La cuestión se traslada, entonces, a si hay derecho a poner fin a la propia vida y si, consecuentemente, un tercero (el médico) no está alcanzado por el deber de no matar.

· La dignidad de la persona, determina que ésta (su vida) tenga un valor absoluto, incondicional, inherente a su condición de ser humano, que no depende de la valoración que se haga de ella. De esta dignidad se desprende el deber incondicional de todos de valorar y respetar toda vida humana, y el correspondiente derecho, también absoluto, de seguir viviendo según la extensión natural de tal vida. Eximir a alguien de este deber de no matar implica no reconocer la dignidad de todo ser humano. Y la libertad debe respetar la propia dignidad: no se puede renunciar a ser persona.

· La libertad manifiesta esa dignidad, pero ésta no se confunde con el ejercicio pleno de la libertad entendida como ausencia de dependencia. Los más vulnerables son los más dependientes. Por su dignidad, por ser seres humanos, merecen más ayuda. La respuesta que merece (por su dignidad) quien sufre, quien está gravemente enfermo, quien depende de los demás… no es que lo maten, sino que lo alivien, ayuden y acompañen: los cuidados paliativos.

· La libertad no es un derecho absoluto; la vida (que se identifica con el ser personal), sí. Siempre los derechos limitan la libertad. El principal e irrenunciable derecho a la vida, a ser persona, limita la propia libertad, o más bien, la orienta a lo que constituye su fundamento y sentido: desarrollar el propio ser, hacer lo conveniente para ello, valorarse a sí mismo como persona.

· La persona es indisponible: no se puede disponer de ella como si fuera una cosa, un medio para otra finalidad. Por tanto, la vida es indisponible.

· El derecho a la vida es, entonces, también, un deber: porque la propia vida es un bien para uno mismo y para la sociedad. No se puede renunciar a la vida, como no se puede renunciar a ningún derecho que implique tratarse a sí mismo como una cosa, sin dignidad de persona.

· Quien pide morir está sumamente condicionado (por la enfermedad, el dolor, la soledad, la dependencia de otros): el derecho a poner fin a la propia vida no se puede fundar en una supuesta libertad absoluta (plena autonomía), cuando precisamente la persona está más condicionada. Los cuidados paliativos, al aliviar el dolor, y brindar el acompañamiento y la valoración que merece la persona, lo libera de esos condicionamientos que no le permiten apreciar su dignidad. Cuando alguien pide que lo maten, está pidiendo que le quiten el dolor, que lo valoren, que lo acompañen.


La exposición de motivos también señala como fundamento de la legalización de la eutanasia y del suicidio médicamente asistido la dignidad de la persona, y cita el artículo 72 de la Constitución.

Sin embargo, no se explica cómo puede fundamentarse la eutanasia en el concepto de dignidad, ni, menos, cómo puede basarse en el artículo 72 de la Constitución.

Como veremos, el concepto de dignidad determina lo contrario: que nadie (ni el legislador, ni un médico, ni el propio sujeto) pueda disponer de la vida, porque que la vida sea digna significa que no es disponible, como las cosas. En la primera crítica nos centraremos en el concepto de dignidad.

Y, en lo que respecta al artículo 72, esta disposición afirma lo contrario: señala que hay derechos inherentes a la personalidad humana (al carácter personal que tiene, como vimos -art. 1.2 del Pacto de San José de Costa Rica- todo ser humano): y que, por tanto, no dependen de la voluntad de nadie (ni del legislador, ni del Constituyente, ni de la sociedad, ni de la persona titular de esos derechos inherentes). En la segunda crítica, nos detendremos en el análisis de la vinculación entre el concepto de dignidad y el de “derechos inherentes a la personalidad humana”, y lo que ello implica. Pero dejaremos para el apartado 4 el análisis de la eutanasia a la luz de la Constitución y los derechos humanos.


Acabamos de señalar la crítica a la concepción que funda la dignidad en sólo el ejercicio de la libertad, en la autonomía de la persona. Ahora veremos que es precisamente la dignidad de la persona lo que determina que su vida (su ser, la propia persona) sea un valor absoluto, un fin en sí, frente al cual todos (también esa persona) tienen un deber de respeto incondicional, por el cual nadie puede matar a una persona ni ayudarla a matarse.


Ciertamente, la autonomía y la libertad son capacidades propias del ser humano que manifiestan su dignidad. Como la persona puede dominar sus actos, ello manifiesta que es “dueña” de su ser y de todo cuanto lo constituye, también de sus potencialidades, sus fines y de las acciones y medios para alcanzar esos fines.

La posibilidad de ser que tiene un ente es su esencia: ella limita lo que puede llegar a ser, e implica que ya es algo determinado. Ciertamente, todo ser humano, por serlo, tiene la potencialidad de dominar sus actos. Y ello pone de manifiesto que es “dueño” de su ser. Y, como su ser es su vida, es “dueño” de su vida: su vida le corresponde a él, como derecho, lo que implica que nadie se la puede quitar, que todos tienen el deber de respetar su vida.


Pero si la persona es “dueña” de su vida, ¿no puede disponer de ella? Por eso entrecomillamos la palabra “dueño”: la persona no es dueña de su vida con poder de disposición.

¿Por qué la persona no tiene, sobre sí misma, el poder de disposición que se tiene en la propiedad de las cosas? Porque su vida no es una cosa, distinta del sujeto titular: su vida es él mismo, su propio ser personal; y ese ser personal, esa vida humana, es algo tan valioso que tiene dignidad.

Tal dignidad determina que es un fin en sí (no es un medio para otro fin, como son las cosas).



Y por esa dignidad, por ser fin para todos, de ese ser personal, de esa vida, siempre emana un deber: esa vida (esa persona) debe ser querida, respetada, por todos: por los demás y por su titular (el primer deber es quererse a sí mismo).

Y por ser fin en sí, no subordinable a ningún fin, el deber de respeto es absoluto, incondicional.

Ese respeto es debido como algo que le corresponde a esa persona, que es, por eso, titular de un derecho. Un derecho correspondientemente absoluto, incondicional.

Así, de la dignidad de la persona, emerge un deber jurídico y el correspondiente derecho: en este derecho se fundan los demás derechos; en este deber de respetar el carácter de persona se fundan los demás deberes.


Como la persona es un fin en sí, es un fin para todos (nadie puede tratarla como medio, como cosa que vale en función de otra finalidad): es un valor tan grande que no se agota en uno, sino que es un valor, un bien, para todos.

Esto nos muestra un elemento esencial del ser personal: su carácter relacional. La persona no es un individuo solitario, autosuficiente y cerrado en sí mismo, sino que es, por naturaleza (por su esencia), un ser social: que necesita de los demás para poder actualizar toda su potencialidad, y que está abierto a desarrollarse ayudando a los demás, que también lo necesitan. En esto se fundan sus derechos (en la necesidad de los demás) y sus deberes (en la necesidad que de él tienen los demás, en lo que él puede aportar a la sociedad).

Cada persona tiene una relación con el resto de la sociedad: cada uno es un bien no sólo para sí mismo, sino para la sociedad. Al ser la persona un ser digno, único, irrepetible, insustituible, es siempre un bien para la sociedad: por eso, la sociedad tiene derecho a la existencia, a la vida, de cada persona, no en el sentido de que pueda disponer de ella, sino en el sentido de que tiene derecho a beneficiarse de ese valor único que es cada persona para la sociedad. Y vale (es digna) por ser persona, por su carácter humano, no por lo que tenga o por lo que haga, ni por la circunstancia en la que esté.


Toda la sociedad se fundamenta en esta dignidad o valor supremo. Si la persona no tuviera este valor tan grande, si su perfección o bondad no fuera tal que pudiera ser comunicable a los demás, no habría sociedad, articulada en torno a la participación en un bien común, sino que, a lo sumo, habría una mera sumatoria de individuos que no tienen más remedio que soportar a los demás que compiten con mi propio interés, pero que no tienen nada común que los una.

Esta dignidad de la persona también determina la finalidad de toda sociedad: la sociedad está para la persona, para que ésta sea respetada en su condición de tal, y así pueda desarrollarse plenamente con la ayuda de los demás, y ayudando a los demás (que también son personas, y tan fin en sí como lo es ella). Por eso, toda persona es fin de la sociedad, es un bien supremo para todos: un bien no sólo para él, sino para los demás. El criterio y fin de todo el ordenamiento social, de toda ley, de toda autoridad, es éste: crear las condiciones para el pleno desarrollo de todos y cada uno de los miembros de la sociedad.


Tal desarrollo tiene una medida natural: la vida natural de las personas; más allá de esta vida, no hay desarrollo social posible (desarrollo personal para el que se requiera la ayuda o el respeto de los demás).

La persona es, entonces, por su esencia, “dueña” -o más bien, administradora- de su ser. Su vida es para sí, pero también es para los demás: su vida es suya como derecho (que los demás deben respetar); y es suya y de los demás también en cuanto deber: él y los demás deben respetar, cuidar y desarrollar su vida porque es un bien, un fin en sí, para él y para los demás.

La vida de una persona es, para él, a la vez, derecho (algo que corresponde al sujeto titular, frente a lo que otros tienen un deber) y deber (frente a sí mismo y frente a los demás). La persona es, entonces, dueña sin poder de disposición o administradora de su vida: porque ésta, sin dejar de ser un bien para sí, lo es también para los demás.

Tal derecho-deber tiene una medida: la medida del propio ser, contenida en su esencia o naturaleza. No tengo el derecho (ni el deber) de ser más que lo que soy y lo que puedo ser en virtud de lo que soy. (No tengo el derecho a ser “superman”, ni los demás tienen el deber de reconocerme como tal; pero tengo el derecho a ser lo que puedo ser gracias a que soy humano: a conocer, aprender, querer, asociarme con otros, formar una familia). Esa posibilidad de ser derivada de la propia esencia es lo que Aristóteles llamó naturaleza. Por eso, tengo derechos naturales.

Parte de la medida natural de esa vida (y del consecuente derecho-deber natural sobre ella) es la duración natural de la misma. La vida humana está limitada naturalmente en su duración.

Por ello, la muerte natural es también algo que le corresponde a cada uno como suyo (como derecho), y los demás tienen el correspondiente deber de respetarlo. De allí que sea contraria a la naturaleza humana la obstinación terapéutica: el prolongar artificialmente la vida humana, sin una proporcionada esperanza de curación.

Por eso, toda persona tiene el derecho-deber de vivir el tiempo determinado por la naturaleza humana.


Y todos tienen el correlativo deber de no matar, de no matarse, y de no ayudar a alguien a matarse. Una sociedad que no tuviera esta regla como deber – derecho fundamental, no cumpliría su razón de ser, la finalidad para la cual existe la sociedad. Quitar la vida intencionalmente es lo contrario a desarrollar la vida, es lo contrario a crear las condiciones para el pleno desarrollo de todas las personas: el muerto no se puede desarrollar. Permitir quitar la vida (más aún ayudar a quitar la vida) es lo contrario a valorar la vida. Es reconocer que esa vida no vale, no debe ser vivida.


En definitiva, podemos decir que el artículo 72 de la Constitución -citado en la exposición de motivos- reconoce la existencia, obligatoriedad y jerarquía de los derechos inherentes a la personalidad humana, recogiendo la tradición iusnaturalista que se funda en los conceptos que acabamos de exponer:

· hay derechos inherentes a la persona, porque la persona humana tiene una dignidad de la que emana el deber de respeto absoluto hacia ella, y los consiguientes derechos fundamentales;

· porque la persona tiene derechos inherentes, y es persona todo ser humano, todo ser humano tiene esos derechos inherentes;

· que la persona tenga derechos inherentes implica, por su carácter relacional, que nadie (ni el Estado, ni los demás, ni uno mismo) pueda dar o quitar esos derechos;

· que la persona tenga derechos inherentes significa que toda persona es principio, fin y fundamento de la sociedad;

· la vida humana se identifica con el ser personal, por lo cual todo ser humano tiene derecho a la vida

· y todos (el Estado, los demás y uno mismo) tienen el deber también absoluto de no matar.

· El respeto a la vida de todo ser humano y el deber de no matar a ningún ser humano constituyen, entonces, las bases de la convivencia social, por ser cada persona (su vida) el principio, fundamento y fin de la sociedad.


· La dignidad, que se alega como fundamento de la eutanasia, determina lo contrario: como la persona es un fin en sí, no una cosa que se puede intercambiar, descartar o disponer, como es un valor absoluto e incondicional, nadie (ni el legislador, ni un médico, ni el propio sujeto) puede disponer de la vida.

· El artículo 72 de la Constitución que se cita en la exposición de motivos como fundamento de la eutanasia también determina lo contrario: todo ser humano tiene derechos inherentes a su condición de tal; el primer derecho (y el primer deber para los demás) es el respeto a la vida: todos deben respetar y ayudar a vivir la vida que naturalmente corresponda a cada uno. Éste es el fin y el fundamento de la sociedad: el primer deber es no matar, el primer derecho es la vida. Nadie tiene autoridad para quitar este derecho o eximir de este deber, pues es inherente a la personalidad humana.



Hemos considerado los fundamentos expresados por los promotores de la legalización de la eutanasia. Los hemos refutado, a partir de un análisis racional de los conceptos de dignidad y libertad, y del señalamiento de las falacias contenidas en los supuestos argumentos normativos. Ahora veremos si lo dicho por nuestra parte respecto a esos conceptos y a su vinculación con el carácter absoluto (incondicional) e indisponible (irrenunciable) del derecho a la vida, se corresponde con los valores y derechos consagrados en nuestra Constitución.


Además de las normas penales referidas más arriba (apartado 2.1, pág. 9), con este proyecto de ley se estaría permitiendo una conducta (la eutanasia y la ayuda al suicidio) que está prohibida por otras normas legales.


En primer lugar, el Código de Ética Médica del Colegio Médico del Uruguay, aprobado por Ley N°19.286, establece en su artículo 46:

La eutanasia activa entendida como la acción u omisión que acelera o causa la muerte de un paciente, es contraria a la ética de la profesión.

Si bien es una norma deontológica (de la ética de la profesión médica), como fue aprobada por ley y rige la actuación de todos los médicos del Uruguay, se dará esta contradicción: una norma que prohíbe una conducta (por contrariar la ética de la profesión), y otra que señala que tal conducta está justificada, tiene una causa de justificación que determina que sea lícita. Sería lícita para esta nueva ley, pero sería ilícita para la ley 19.286. Y tendría también una consecuencia penal (la sanción del Colegio Médico), que puede inhabilitar en el ejercicio de la medicina.

El Diputado Ope Pasquet ha señalado que el proyecto de ley no deroga esta norma porque es una norma ética, emanada de un gremio (el Colegio Médico del Uruguay), pero que confía en que, luego de la sanción de la ley, el Colegio Médico modificará esa norma que (aunque fue aprobada por un plebiscito, por un 80%, hace no más de 6 años), ya no estaría acorde con la evolución cultural de los últimos años.

Llama la atención esta invocación a una supuesta evolución que, al menos en el plano legislativo, no se ha dado. Son muy pocos los países en los que la eutanasia no es delito, y éstos, en su mayoría, tienen esa legislación permisiva hace más de 15 años (Holanda, Bélgica, Luxemburgo)[6] . Además, como se verá, estas experiencias han sido muy negativas.[7] Lo que debe importar es si el cambio está justificado o no: si es conveniente para la sociedad que se introduzca esta modificación normativa.

Es clara la intención de presionar a los médicos para que ellos mismos modifiquen el Código de Ética de su profesión que, en lo respecta a esta prohibición de la eutanasia y del suicidio asistido, tiene más de veinticinco siglos.[8] Tal presión se impondría no sólo por presentar la eutanasia como lo “políticamente correcto”, sino porque la misma sociedad estaría considerando que, lo que los médicos señalan que es contrario a la ética de su profesión, estaría justificado, precisamente (y exclusivamente) para los médicos: sería un acto lícito reglamentado expresamente por la ley (que establece las condiciones de su licitud). El Código de Ética dirá que estos actos están prohibidos a los médicos: a todos los médicos; la nueva ley diría que esos actos serían lícitos: es más, los únicos que podrían hacer la eutanasia o ayudar al suicidio, serían los médicos. La ley le dirá al que quiera morirse: podés hacerlo, es lícito que lo hagas, no violás ningún derecho, pero sólo si un médico lo hace o te asiste; pero el Colegio Médico dirá, a ese mismo médico: no debés hacerlo, está prohibido por la regla que rige el ejercicio de nuestra profesión, y que está sancionada por ley. Se crea así una tensión entre el médico y el paciente, azuzada por esta ley; el médico estará en el dilema de obedecer a la norma del Código de Ética o a la ley.

En rigor, una ley que destipifica una determinada acción (o que establece una causa de justificación) no determina que tal acción pase a ser derecho, en cuanto debida por alguien (derecho-reclamo, en la clasificación de Hohfeld). Es decir: el médico no tendrá el deber de realizar eutanasias o asistir a un suicida, por lo tanto, nadie tendrá derecho a que lo asistan para suicidarse o a que lo eutanasien (maten).

Pero, en el proyecto de ley, se establece que la intervención de dos médicos es requisito ineludible para que pueda haber eutanasia o suicidio asistido legal. Entonces, el “paciente” tendrá un derecho-libertad al suicidio y una potestad (también derecho-libertad) para acordar con un médico su eutanasia. Pero tales derechos dependerán, para su ejercicio, de la potestad (derecho-libertad) que está otorgando esta ley a los médicos: éstos podrán (facultativamente) “autorizar”, considerar “lícito” el suicidio y la eutanasia, y luego colaborar con el primero o realizar la segunda.

En definitiva, la ley estaría señalando que el médico tiene una potestad que, quienes conocen la profesión de la medicina por haberla estudiado y por practicarla, consideran que no la tienen. La ley establecería una potestad que implica una clara violación de una “lex artis” fundamental, a la que se remite la ley penal para determinar el estándar de diligencia requerido para la configuración de la culpa.

En efecto, la medicina entiende que los siguientes deberes son parte esencial de la profesión médica:

(i) un deber de valoración de las personas: el de considerar que toda persona merece vivir y que nunca es lícito matarla (por consiguiente, no le está permitido juzgar que alguien no merece vivir y que, por consiguiente, sea lícito matarlo);

(ii) un deber positivo de actuar con una determinada finalidad: hacer lo conveniente para que el paciente viva (sanarlo), en la medida en que ello sea posible; y, cuando no sea factible, aliviarlo y acompañarlo;

(iii) y un deber negativo, que constituye un mínimo, congruente con los dos deberes anteriores: la prohibición absoluta de matar.

En cambio, la ley proyectada pretende que los médicos tengan las siguientes potestades:

(i) la potestad de juzgar si alguien tiene un derecho absoluto e indisponible de vivir (y, concluir, por consiguiente, que existe, a su respecto, el deber de todos -de él y de los demás- de cuidar su salud y su vida -art. 44 de la Constitución-), o no (porque tiene un sufrimiento insoportable o una enfermedad terminal e incurable, por lo que, si él no quiere vivir, su vida no vale, no merece ser respetada incondicionalmente, y no existe, para el médico, la prohibición de matarlo);

(ii) la potestad de no curarlo (en el caso de los sufrimientos insoportables podría ser factible, en la otra hipótesis, de enfermedad incurable, no), no aliviarlo, ni acompañarlo (pues se lo elimina, por lo que no se lo podrá luego acompañar ni aliviar);

(iii) y la potestad – “privilegio” (es una exoneración de un deber que obliga a todas las demás personas) de matar.

El Diputado Ope Pasquet considera que esta oposición entre lo que establece su proyecto y lo que prevé la Ley 19.286 no configura una antinomia (una contradicción entre normas) jurídica, pues entiende que su proyecto de ley refiere a una norma jurídica penal mientras que la Ley 19.286 refiere a una norma ética, no jurídica.

No es del todo correcta esta apreciación.

Ciertamente, la Ley 19.286 no está tipificando el delito de eutanasia o de suicidio asistido: tales delitos estaban ya previstos en el Código Penal vigente. Añade, a la prohibición penal que se da con carácter general (para todos, no sólo para los médicos), la especial prohibición que tienen los médicos por lo que constituye la finalidad específica de su profesión.

Tal prohibición no es de carácter penal, en sentido estricto, pues la tipificación de delitos y la estipulación de la pena correspondiente a ser aplicada con la fuerza coactiva del Estado está reservada a la ley (“nullum crimen, nulla pena, sine lege”).

Pero es una prohibición no sólo ética, sino también jurídica. En efecto, las prohibiciones exclusivamente éticas refieren sólo a las acciones privadas que no afectan al orden público ni perjudican los derechos de terceros (a las que no salen de la intimidad de la persona). Hay una vinculación muy estrecha entre ética y derecho penal: los bienes jurídicos tutelados por la ley penal corresponden a valores éticos que la sociedad considera fundamentales para organizar la convivencia; tales bienes constituyen los principios de los que se derivan los delitos; por lo que las acciones que son consideradas delitos no sólo están prohibidas por la ley jurídica penal, sino también por las normas éticas. Pero no hay confusión entre ambas normas (jurídicas y éticas), aún en el campo de coincidencia, porque las prohibiciones éticas coincidentes con una prohibición jurídica exigen algo más: no sólo la no realización de la acción, sino también la intención de no hacerla. Sin embargo, esta prohibición de la eutanasia por parte del Código de Ética Médica es, a la vez, ética y jurídica.

En efecto, la prohibición del artículo 46 de la Ley 19.286 atañe a la objetividad de la acción, no al ánimo justo o injusto de quien la realiza; y es una acción (u omisión) que corresponde, como deber, frente al derecho de un tercero. El paciente tiene derecho a ser curado, cuidado, aliviado y no matado. El médico tiene el correspondiente deber jurídico (relativo a ese derecho) de no proporcionarle medios para que se suicide y de no matarlo.

La norma es, además de jurídica, una norma penal, en sentido lato: pues prohíbe una conducta determinada por cuanto afecta a un bien jurídico tutelado específico de esa comunidad: el Colegio Médico del Uruguay, y prevé una sanción punitiva (no resarcitoria), como forma de restaurar lo que constituye un valor esencial para toda la comunidad médica: el respeto incondicional a la vida del paciente, deber exigido por el la igual dignidad de toda persona. Cada sociedad tiene sus valores, sus bienes jurídicos fundamentales que constituyen la razón de ser de esa comunidad. Tales comunidades tienen una potestad jurídica originaria, no delegada, por la cual se organizan y establecen sus reglas de conducta de carácter jurídico. También una empresa tiene sus reglamentos de personal en los que se establecen sanciones para aquellas conductas que agravian los principales valores o bienes jurídicos de esa comunidad de trabajo. El Estado no debe inmiscuirse en estas regulaciones, salvo que impliquen violación de derechos indisponibles (no renunciables). Menos puede pretender incidir en cambiar normas que están establecidas precisamente para tutelar la dignidad inherente a toda persona humana y el derecho fundamental, irrenunciable y absoluto, a la vida, con la consecuente prohibición absoluta de no matar.

El Colegio Médico no podría prever una sanción penal afectando derechos que corresponden a los médicos independientemente del ejercicio de su profesión médica (como podría ser la privación de libertad), pero sí puede prohibir conductas que también estén prohibidas por la ley penal, y aplicarles una sanción vinculada con el ejercicio de la profesión médica, como lo es la suspensión de la calidad de médico.

Por otro lado, la prohibición de matar y el derecho a la vida no dependen de la ley, sino que son inherentes a la personalidad humana: corresponden frente a cualquier ser humano, por parte de cualquier ser humano. Por consiguiente, la Ley no puede quitar la prohibición de matar a un médico cuando su acción se dirija a personas con un sufrimiento insoportable o una enfermedad incurable y terminal. Ello está excluido de la competencia del Poder Legislativo. Podrá, sí, modificar o, incluso, eximir de pena (de hecho, el homicidio piadoso ya está eximido de pena -perdón judicial-). Pero no puede decir que hay derecho a hacer la acción que implica negar todo derecho: matar, cuando ello no es exigido para proteger la vida propia o ajena.

Así, pues, con la ley proyectada, se está permitiendo como lícita una acción que está prohibida por la misma dignidad inherente de la persona: por el derecho humano a la vida, consagrado como derecho absoluto e indisponible en nuestra Constitución, y que está prohibida por la naturaleza misma de la profesión médica y expresamente prohibida en el Código de Ética Médica, que rige a las mismas personas a quienes el proyecto de ley considera únicos legitimados para matar lícitamente. Tal contradicción o antinomia es patente. Y deberá resolverse por la no aplicabilidad de la norma proyectada, tanto por cuanto viola un derecho humano, como por cuanto viola un derecho consagrado constitucionalmente, como por cuanto viola una prohibición que corresponde a la finalidad esencial de la profesión médica, como por cuanto tal prohibición está sancionada expresamente en la norma positiva que regula la actividad médica, dictada por la autoridad legítima (el Colegio Médico, con el referendo de toda la comunidad médica) en el ámbito de su competencia. Para lo único que tiene competencia el Legislador es para modificar la pena o eximir de ella, manteniendo la prohibición de las acciones de matar o determinar o ayudar al suicidio.

En resumen: para Ope Pasquet, esta prohibición de la eutanasia por el art. 46 de la Ley 19.286, sería irrelevante e independiente de lo dispuesto por el proyecto de ley en análisis, porque la considerarla una norma ética y no jurídica. Por eso, no considera necesario derogarla. Sin embargo, la norma no es irrelevante, ni exclusivamente ética, sino jurídica: establece una obligación relativa a un derecho: la prohibición de aplicar la eutanasia, sea por acción o por omisión. Tal prohibición determina que la acción que se pretende considerar justa (un derecho del médico) sea, por el contrario, ilícita, prohibida, contraria a la lex artis de la profesión médica y, por tanto, que no pueda ser considerada como ejercicio de un derecho o causa de justificación.


Por otra parte, la ley 18.335, en su artículo 17 (literal D), congruente con todo nuestro ordenamiento jurídico, establece que:

Todo paciente tiene derecho a un trato respetuoso y digno. Este derecho incluye, entre otros a:

(…)

D) Morir con dignidad, entendiendo dentro de este concepto el derecho a morir en forma natural, en paz, sin dolor, evitando en todos los casos anticipar la muerte por cualquier medio utilizado con ese fin (eutanasia) o prolongar artificialmente la vida del paciente cuando no existan razonables expectativas de mejoría (futilidad terapéutica), con excepción de lo dispuesto en la Ley N° 14.005, de 17 de agosto de 1971, y sus modificativas”.

Es decir: está definido qué significa el respeto a la dignidad en el momento de la muerte, y ello, expresamente, excluye a la eutanasia.

En resumidas cuentas: tanto las normas penales vigentes como estas disposiciones específicas sobre la eutanasia son coincidentes con un concepto de dignidad de la persona, y del consecuente derecho a la vida y la prohibición de no matar, que están presentes como fundamento expreso de todo nuestro ordenamiento jurídico, y que constituye la base de la convivencia social, de conformidad con lo dispuesto en la Constitución y en todo el sistema internacional de derechos humanos, según veremos a continuación.


La vida humana, en nuestro ordenamiento jurídico (y en todo el sistema internacional de derechos humanos), tiene un reconocimiento como derecho humano fundamental, indisponible, incondicional, que la sociedad reconoce como inherente a la personalidad humana. Es decir: no lo da la Constitución, ni la ley, se tiene por el sólo hecho de ser humano; y la ley debe reconocerlo.

No puede, entonces, la ley -como sería el caso de este proyecto- no reconocer que todo ser humano tiene derecho a vivir -a continuar viviendo naturalmente-. No puede considerar la ley que algunos, en alguna situación, no tienen derecho a vivir sino que tienen el derecho contrario -a dejar de vivir-, por la conjunción de su apreciación con la de dos médicos, que consideren que esa vida no merece ser vivida, ni merece tutela jurídica alguna.

Si todos tienen derecho a vivir, todos tienen el deber de no matar. No puede la ley señalar que a algunas personas les sea lícito matar. Sin embargo, el proyecto de ley de eutanasia considera que el médico, en las situaciones previstas, puede matar lícitamente (no habría antijuridicidad en ese acto: Ope Pasquet señala expresamente que la eutanasia se encuadraría en una causa de justificación que inhibe la antijuridicidad del homicidio). El deber de no matar comprende a toda persona individualmente considerada, y al conjunto de la sociedad. Ni el Estado, ni nadie puede abrogar este deber, y permitir matar, establecer que es lícito matar. Para abrogar el deber de no matar, que surge del derecho inherente a la vida, que a su vez surge de la misma condición de ser humano (es inherente a la esencia humana, a que alguien exista como ser humano), habría que tener el poder de cambiar la condición de ser humano (su esencia inherente). El Estado no puede hacer lícito, por ley, lo que es ilícito (prohibido) por derecho natural.

Además, la Constitución señala que el Estado tiene el deber de proteger el goce de este derecho a la vida (art. 7 de la Constitución: “Los habitantes de la República tienen derecho a ser protegidos en el goce de su vida, honor, libertad, trabajo y propiedad”). No establece -no otorga- un derecho a vivir (propiamente, derecho a seguir viviendo, de acuerdo con la medida natural de la vida -hasta la muerte natural), porque éste es un derecho “inherente a la personalidad humana” (artículo 72 de la Constitución): es un derecho que tiene toda persona, desde que empieza a existir, precisamente porque es persona. Y “es persona todo individuo de la especie humana” -artículo 21 del Código Civil-; “persona es todo ser humano” (artículo 1.2. de la Convención Americana de Derechos Humanos). Por consiguiente, el Estado Uruguayo, en su Constitución, da por supuesto este derecho a vivir: la ley y la Constitución sólo pueden reconocerlo, no otorgarlo, porque quien lo otorga es la propia condición de persona humana que tiene todo ser humano. Lo que sí establece la Constitución es un concreto deber del Estado de proteger o garantizar el goce del derecho a la vida.

Tal protección implica, en primer lugar, prohibir matar. El Estado no sólo no puede permitir matar, sino que debe prohibirlo expresamente. El más mínimo grado de protección social de la vida humana es que la sociedad declare que está prohibido matar: que la sociedad no permite matar, porque la vida es un bien jurídico para toda la sociedad (un bien jurídico tutelado). Es más: el Estado tiene el deber de declarar que la vida es el principal bien jurídico, por lo que debe tutelarlo formalmente señalando que matar está prohibido como delito: objetivamente, nada causa un daño mayor a la sociedad que un homicidio, porque atenta contra el fundamento y fin primario de la sociedad: la persona, el ser personal (o, lo que es lo mismo, la vida humana). El Poder Legislativo está obligado por este derecho humano fundamental (art. 7 y 72): debe prohibir matar a toda persona. Con este proyecto de ley, se estaría permitiendo matar a algunas personas (a ser matados -las personas señaladas en el artículo 1°-, y a matar -el médico-), lo cual está vedado, excluido del poder de los legisladores.

En segundo lugar, proteger el goce de un derecho implica otorgar garantías de cumplimiento del derecho: medios para hacer efectivo su cumplimiento (hacer lo que sea necesario para que no se violen, lo que puede incluir la amenaza de sanción, el uso de la fuerza para evitar tal violación, la aplicación de la sanción, y los procedimientos convenientes para ello). Con la legalización de la eutanasia, se quitarían las garantías de cumplimiento del derecho a la vida, que actualmente están previstas en los delitos de determinación o ayuda al suicidio y de homicidio (aunque en el homicidio piadoso está previsto que no se aplique una pena, igualmente se mantiene el delito de homicidio y, con ello, la prohibición).

El derecho a la vida, con todas estas exigencias, está reconocido en todas las declaraciones de derechos humanos. Así, sólo a modo de ejemplo, en el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, se reconoce que “todo ser humano tiene el derecho inherente a la vida. Este derecho estará protegido por la ley. Nadie será privado arbitrariamente de su vida”. La Convención sobre los Derechos del Niño, en su artículo 6, también señala que “todo niño tiene el derecho inherente a la vida”. La Convención sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad, en su artículo 10, establece: “Los Estados Partes reafirman que todo ser humano tiene el derecho inherente a la vida y tomarán todas las medidas necesarias para garantizar su disfrute efectivo por las personas con discapacidad en igualdad de condiciones con otros”. La Convención Americana sobre Derechos Humanos, en su artículo 4.1., prevé: “Toda persona tiene derecho a que se respete su vida. Este derecho estará protegido por la ley y, en general, a partir del momento de la concepción. Nadie puede ser privado de la vida arbitrariamente.”

No existe un derecho a morir mediante eutanasia, o a suicidarse, o a ser asistido en el suicidio. Es más, la ONU, mediante el Comité de Derechos Humanos, ha realizado la siguiente Observación a Holanda:

Sigue preocupado al Comité el grado en que se practican la eutanasia y la ayuda al suicidio en el Estado parte”. “El Comité reitera sus recomendaciones anteriores a este respecto e insta a que se revise esa legislación teniendo en cuenta que el Pacto reconoce el derecho a la vida”[9]

Por su parte, la Asamblea Parlamentaria del Consejo de Europa, el 25 de junio de 1999 (24ª Sesión), en su Recomendación 1418 (1999) estableció:

“C. Respaldando la prohibición de poner fin a la vida intencionadamente de los enfermos terminales o las personas moribundas, al tiempo que se adoptan las medidas necesarias para:

I. Reconocer que el derecho a la vida, especialmente en relación con los enfermos terminales o las personas moribundas, es garantizado por los Estados miembros, de acuerdo con el artículo 2 de la Convención Europea de Derechos Humanos, según la cual “nadie será privado de su vida intencionadamente...”.

II. Reconocer que el deseo de morir no genera el derecho a morir a manos de un tercero.

III. Reconocer que el deseo de morir de un enfermo terminal o una persona moribunda no puede, por sí mismo, constituir una justificación legal para acciones dirigidas a poner fin a su vida.”[10]

Y, en el año 2012, aunque señalando que “Esta resolución no tiene por objeto abordar las cuestiones de la eutanasia o el suicidio asistido”, pues refiere a los testamentos vitales, en la Resolución 1859, señaló que:

“La eutanasia, en el sentido de la utilización de procedimientos por acción u omisión que permiten causar intencionalmente la muerte de una persona dependiente para el supuesto beneficio de esa persona, siempre debe ser prohibida.” [11]


En el caso del derecho a la vida, como se trata de un derecho humano fundamental, inherente a la personalidad humana, el Estado se compromete a otorgar la misma protección a todas las personas: toda vida humana es igualmente digna, y exige, por tal dignidad, la misma protección. Pues “Todas las personas son iguales ante la ley, no reconociéndose otra distinción entre ellas sino la de los talentos o las virtudes” (artículo 8° de la Constitución). Con la legalización de la eutanasia, no tendrían la misma protección quienes tengan una enfermedad terminal o un sufrimiento insoportable, ni serían tratados igual un médico homicida y otra persona que no sea médico y cometa un homicidio piadoso o ayude a alguien a suicidarse.


Además, nuestra Constitución establece el carácter absoluto del derecho a la vida: debe respetarse en toda situación, incluso si la persona hubiese cometido el crimen más grave y fuera un peligro para el resto de la sociedad (art. 26 de la Constitución).

Así lo ha reconocido nuestra jurisprudencia. Transcribo, en este sentido, algunos extractos de la tesis doctoral de Santiago Altieri (Zaragoza, 2015): “El comienzo de la personalidad jurídica del ser humano en el Derecho Uruguayo” (p. 323-325):

La Suprema Corte de Justicia se ha pronunciado sobre el carácter absoluto del derecho a la vida en un número significativo de sentencias. Sin perjuicio de otras muchas en las que plasma esta valoración del derecho a la vida[12], quisiera señalar una, a título de ejemplo: la SCJ Nº 525 de 20 de diciembre de 2000 en la que se dice textualmente:

“corresponde señalar que la Carta reconoce la existencia de variados derechos fundamentales, pero ninguno de ellos -con excepción del derecho a la vida (art. 26)- tiene constitucionalmente carácter absoluto, pudiendo en consecuencia ser limitados por el legislador (art. 7, 29, 32, 35, 37, 38, 39, 57, 58 y sigtes. de la Constitución)”.

En este mismo sentido, quisiera destacar lo señalado en la sentencia de la Suprema Corte de Justicia uruguaya N° 365/2009, de 19 de octubre de 2009, que dice textualmente:

“Superando el rol que le asignaba el viejo paradigma paleoliberal, la jurisdicción se configura como un límite de la democracia política. En la democracia constitucional o sustancial, esa esfera de lo no decidible [sic] -que implica determinar qué cosa es lícito decidir o no decidir- no es sino lo que en las Constituciones democráticas se ha convenido sustraer a la decisión de la mayoría. Y el límite de la decisión de la mayoría reside, esencialmente, en dos cosas: la tutela de los derechos fundamentales (los primeros, entre todos, son el derecho a la vida y a la libertad personal, y no hay voluntad de la mayoría, ni interés general ni bien común o público en aras de los cuales puedan ser sacrificados) y la sujeción de los poderes públicos a la ley. (...) Entonces, ninguna mayoría alcanzada en el Parlamento o la ratificación por el Cuerpo Electoral -ni aún si lograra la unanimidad- podría impedir que la Suprema Corte de Justicia declarara inconstitucional una ley que consagre la pena de muerte en nuestro país, la cual está prohibida por disposición del art. 26 de la Carta”.[13]

En un Estado Social y Democrático de Derecho la vida no es sólo un “derecho subjetivo” de cada individuo; también es un principio que obliga a cada órgano de gobierno a proteger la vida de todos los habitantes de la República. Si el Estado no asegurara esa protección mediante mecanismos eficaces, no tendría sentido hablar de derechos humanos, Justicia social, Estado de Derecho, etc.: por eso, se puede afirmar que la protección en el goce del derecho a la vida de cada individuo es el principal y más urgente desafío de todo gobierno. Si en un país sólo algunos individuos estuvieran protegidos en el derecho a la vida y otros no, el sistema democrático quedaría sin sustento; sólo existiría una apariencia formal de trato igualitario para algo así como “el selecto club” de aquellos a quienes el Estado “les permitiera” vivir. Sin una protección cuidadosamente igualitaria del derecho a la vida no es posible viabilizar la forma democrática de gobierno prevista en nuestra Constitución.

En este mismo sentido Delpiazzo expresa: “... la sociedad jurídicamente organizada en el Estado no está legitimada para desproteger la vida o, al menos, determinadas manifestaciones de la vida tales como la del concebido no nacido, la del anciano incapaz o la del minusválido físico o psíquico. En primer lugar, ello es así porque, siendo la vida un bien absoluto y supremo imprescindible de todos los demás derechos fundamentales, el Estado no puede ni debe relativizarlo. En segundo término, así lo manda el principio de igualdad; si ‘todas las personas son iguales ante la ley’, como lo proclama el art. 8 de nuestra Constitución, significa que ‘todos los hombres deben recibir igual protección de parte de las leyes’, no admitiéndose discriminaciones que atenten contra cualquiera de los derechos, escritos o no, ‘que son inherentes a la personalidad humana o se derivan de la forma republicana de gobierno’ (art. 72). En tercer lugar, la exigencia del bien común hacia el cual debe enderezarse la acción estatal obliga a la protección de la vida en todas sus manifestaciones. La negación del derecho a la vida, precisamente porque lleva a eliminar la persona en cuyo servicio se encuentra su razón de existir, es lo que se contrapone más directa e irreparablemente a la posibilidad de realizar el bien común. Finalmente, cabe añadir que una circunstancial mayoría no puede resultar suficiente para atentar contra la vida de quien aún no ha nacido o está gravemente debilitado. Resulta tan tiránico decretar la legitimidad de la eliminación de la vida en tales casos, como pretender que los crímenes contra la humanidad cometidos en este siglo no hubieran sido tales si en vez de ser decididos por unos pocos hubieran sido amparados por el consenso popular” (C. DELPIAZZO, Dignidad Humana…, pp. 19-20).

Que el derecho a la vida es absoluto e indisponible en nuestra Constitución queda también de manifiesto en lo que dispone el artículo 44:

Todos los habitantes tienen el deber de cuidar su salud, así como el de asistirse en caso de enfermedad.”

Si se establece este deber de cuidar la propia salud (derivado del deber de cuidar la propia vida), es claro que es porque hay un deber de cuidar la propia vida. Si uno tiene el deber de cuidar de la propia salud, no tiene el derecho de no cuidar de su salud: el derecho a la salud no es disponible; y si se tiene el deber de cuidar la propia vida, no se tiene el derecho de quitarse la vida: el derecho a la vida no es disponible.


La propia vida (como la propia salud) es objeto a la vez de un derecho y de un deber. Es un derecho-deber.

Es un derecho frente a los demás que son sujetos pasivos frente a ese derecho: a quienes tienen el deber de no perturbar y, en su caso, de ayudar al desarrollo de esa vida. Según la posición de cada uno (de su relación con el sujeto titular), los demás tendrán, desde un deber de no hacer (no matar, no perjudicar), hasta un deber más exigente de acciones positivas para ayudar al desarrollo de esa vida (toda persona que se encuentra ante una situación en la que otro está en peligro grave de salud o vida, aquellos que tienen una relación de deber de cuidado, los agentes sanitarios, los padres y familiares, etc.).

Y es un deber, también frente a quienes tienen con él una relación de dependencia (jurídica, económica, afectiva): hijos, familia, y la sociedad entera (pues en la sociedad, todos dependemos de todos, pues cada uno es un bien -único e irrepetible- para los demás).


Queda claro, pues, que el proyecto de ley es contrario a la Constitución. En lugar de respetarse y protegerse la vida de todos, por igual y de modo absoluto (incondicionado e irrenunciable), no respeta la vida de quienes padecen una enfermedad terminal o un sufrimiento insoportable, si deciden poner fin a su vida, y dos médicos juzgan que están en esas condiciones, y si es uno de ellos quien lo mata o ayuda a suicidarse.

En realidad, los cambios que implicaría este proyecto de ley en el ordenamiento no son posibles jurídicamente, pues los derechos humanos son inherentes a la personalidad humana, no dependen de la ley, y porque la Constitución tiene también mayor jerarquía que la ley: esta ley sería anticonstitucional y antijurídica, contraria a los derechos humanos. Está fuera del ámbito de la potestad legislativa privar a algunas personas de los derechos humanos y de la valoración social y de la tutela estatal de tales derechos.

Nadie (tampoco el Parlamento) puede quitar el derecho a la vida, haciendo que alguien deje de tener ese derecho. El derecho a la vida (con fundamento, título y medida natural) depende de la naturaleza humana: para eliminarlo, habría que tener poder como para modificar la naturaleza humana. Lo que puede hacer el legislador es dictar una ley contraria a ese derecho: la ley misma sería una violación del derecho, por lo tanto, no un acto de creación de un nuevo derecho, sino un acto de injusticia.

Las personas seguirán teniendo vidas humanas, iguales en dignidad, e igualmente merecedoras de respeto (derecho a no ser matados); todos tendrán el correspondiente deber de no matar (también, y mucho más, los médicos); todos tendrán el derecho de que sus vidas, por ser humanas, sean valoradas socialmente (derecho a que la vida humana sea considerada como un derecho absoluto, incondicional, para toda persona, sin discriminación, base y fin de la convivencia social), y el Estado seguirá teniendo el deber de garantizar (proteger) el goce de ese derecho a la vida de toda persona.

Pero, de aprobarse esta ley, la sociedad, en su conjunto (a través de sus representantes) estaría proponiendo un cambio en la valoración y en la tutela -incondicionales y sin discriminación- de la vida humana, fundamento de la vida social.


· El derecho a la vida es un derecho humano fundamental, inherente a la personalidad humana (art. 72 de la Constitución), anterior al Estado, que éste debe respetar y proteger en su goce (art. 7 de la Constitución). En una democracia constitucional o sustancial, el respeto a toda vida humana está fuera de lo decidible por el Parlamento o las mayorías: no hay mayoría ni interés general en aras del cual pueda ser sacrificado este derecho. El Estado no está legitimado para desproteger la vida.

· Este derecho es absoluto, como reconoce invariablemente la Suprema Corte de Justicia, es indisponible e incondicional: siempre debe respetarse, incluso si alguien cometiera el peor delito (art. 26 de la constitución: en ningún caso se puede matar). La prohibición de matar es absoluta. Una ley que permitiera matar

· “Es persona todo ser humano” (art. 1.2. del Pacto de San José de Costa Rica), por lo que todo ser humano debe ser protegidos igualmente por la ley (art. 8 de la Constitución) en este derecho humano fundamental de la vida: toda vida humana es igualmente digna.

· La vida, como la salud que se ordena a aquella, es un derecho – deber: “todos los habitantes tienen el deber de cuidar su salud” (art. 44 de la Constitución). No se puede renunciar a la propia salud ni, menos, a la propia vida: esta constituye un derecho indisponible; si se pudiera renunciar a ella, se podría renunciar a la dignidad de la persona, fundamento y fin de toda sociedad y de todo derecho.

· El derecho a la vida (y la consecuente prohibición de no matar) es un límite infranqueable que está en la base de los derechos humanos, de la Constitución y de toda democracia sustancial.



Notas:

[1] Ver infra apartado “6.3.4. La opinión de los especialistas en Cuidados Paliativos”, pág. 59 y ss. [2] Este paso ya se ha dado con la ley de aborto: ya la vida humana no tiene un valor incondicional, absoluto, independientemente de la etapa de la vida en que se esté, ni independientemente de la voluntad (en el caso del aborto, de la voluntad de otro: de la madre). [3] D.P. Sulmassy, Death and human dignity, “Linacre Quart”, 1994, 61(4), 27-36. [4] Esto no quiere decir que sólo se busque la felicidad de uno, y no la de los demás, porque, como veremos luego, el ser persona implica una apertura a los demás, que pasan a integrar parte de mi existencia (ser con otros) y, por tanto, de mi felicidad. [5] Propiamente, la vida no es “objeto” de un derecho, sino que se identifica con el ser de la persona: es el propio “sujeto” de derecho. En la medida que es un “sujeto” que se “autoposee” (es dueño de su obrar -porque es libre-, lo que manifiesta que es dueño de su ser -más propiamente, como veremos luego, administrador de su ser, de su vida), puede hablarse de un derecho que tiene por objeto la propia vida. [6] Holanda y Bélgica legalizaron la eutanasia en el año 2002; Japón, en 2005; desde entonces, Canadá, en el año 2016. Está legalizada también sólo en algunos Estados de los Estados Unidos y en un Estado de Australia. En Colombia, se puede obtener autorización judicial en algunos casos, pero no hay una ley. (Ver: Elkin Javier Delgado Rojas, Universidad de Pamplona, “Eutanasia en Colombia: una mirada hacia la nueva legislación”, agosto de 2016, en revistas.unisimon.edu.co › justicia › article › download. [7] Ver infra apartado “6. Consecuencias previsibles de la aprobación de este proyecto”, pág. 45 y ss. [8] Ver infra apartado “6.3 El desprestigio de la profesión médica”, pág. 59 y ss. [9] 96 período de sesiones (13 a 31 de julio de 2009). Extraído el 3-7-2020 de: https://tbinternet.ohchr.org/_layouts/15/treatybodyexternal/Download.aspx?symbolno=A%2f64%2f40%20(VOL.%20I)%20(SUPP)&Lang=es [10] Extraído el 3-7-2020 de: http://www.telecardiologo.com/descargas/41601.pdf [11] Extraído el 3-7-2020 de: https://www.ieb-eib.org/ancien-site/pdf/resolution-1859-euthanasie-interdite.pdf (traducción del francés, me corresponde). [12] Cita las sentencias de la Suprema Corte de Justicia N° 110/1995, 801/1995, 235/1997, 162/2002, 133/2004, 122/2007, 127/2010, 185/2013.

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